Las edades del Socialismo en Latinoamérica y los desafíos actuales

miércoles, 30 de julio de 2008
La contribución principal de los intelectuales de América Latina a la tradición socialista radica en la emergencia de un discurso heterodoxo que expresa una ardua labor de síntesis.

El nombre “Socialismo” es una palabra que, como democracia, posee por un lado un alto prestigio y por el otro un uso recurrente, cuando no superficial e irresponsable. Ríos de tintas han regado las arenas de la teoría política; sin embargo, perduran las dificultades sobre la posibilidad de construir una definición global que, mas allá de sus matices, contemple su esencia.

Hecha esta advertencia, tal vez la mejor manera de explorar una conceptualización haya que buscarla siguiendo criterios gramaticales, acaso es un verbo: COMPARTIR. O acaso es un pronombre: NOSOTROS.

¿Porqué no un reino sin otro trono que el de la noble igualdad? ¿O quizás la fuerza motriz del cambio generada por la tensión dialéctica entre la realidad y la utopía?

Por lo pronto, podemos afirmar a priori que el socialismo comprende un conjunto complejo de ideas respecto al hombre, a la sociedad, al Estado y al mundo.

Del mismo modo, la referencia a estos cuatro objetos podrían servir para esbozar una definición negativa en la medida que el socialismo es la antítesis del individualismo y las relaciones de dominación en todas sus formas.

En términos generales, lo que se planteará aquí es que el socialismo latinoamericano mostró una evolución que acompaña a la dinámica de la cultura política en la región y, pese a sus matices, podemos abstraerlo como un todo al efecto del presente análisis.

En este proceso vamos a distinguir tres etapas bien diferenciadas: una edad infantil, una edad adolescente y una edad adulta.

Desde el punto de vista lógico, estas fases constituyen tipos puros o categorías genéricas que no implican una relación de identidad con la realidad. Tampoco deben ser entendidos como estadios de una evolución cronológica en la que una etapa conlleve necesariamente a la otra.

Empíricamente, las aproximaciones a estas tipologías pueden presentarse conjuntamente en un mismo periodo de tiempo pero en diferentes actores políticos (léase partidos, líderes, movimientos sociales).

El socialismo en su edad infantil se imbrica con el populismo. Cabe aclarar que el populismo no es en sí mismo una ideología de derecha o izquierda en términos tradicionales sino que más bien es “una forma de construcción de poder”. En esta forma de entender la política, por un lado late aun la concepción de una sociedad jerárquica (rasgo característico de ideologías de derecha); pero por el otro, el populismo se acerca a la izquierda cuando adquiere un talante incluyente y abre los espacios de participación de sectores antes marginados e incorpora grandes masas de explotados a la vida económica.

Entiéndase bien, lejos de diabolizar al populismo (como pretendieron hacer las oligarquías al verse amenazados sus privilegios de clase en defensa de una estratificación señoril y caballeresca, o como pretendieron las metrópolis cada vez que cuestionaron el orden neocolonial) una crítica seria solo se construye a partir del repudio de las prácticas autoritarias y verticalistas no superadas aún.

En este sentido, la imbricación de las ideas de izquierda con el populismo corresponde a la etapa infantil del socialismo, pues, si bien comienza un momento de liberación, éste es incipiente e inconcluso. Todavía no se concibe una sociedad de hombres y mujeres genuinamente libres e iguales. Asimismo, este socialismo, próximo al populismo, es vulnerable a una patología social como lo es el paternalismo.

Por lo tanto se hace necesario recurrir a las enseñanzas de Aristóteles que diferencia tres tipos de poderes: el del amo sobre el esclavo (en beneficio del amo), el del padre sobre el hijo (en beneficio del hijo) y el político (aquel que se ejerce en beneficio de todos). Los dos primeros dan lugar a malformaciones políticas: el poder despótico (del griego despotes que significa esclavo) y el paternalismo. En este último el líder populista actúa las veces como la figura de padre y exige lealtades de los gobernados en tanto se conciben como hijos más que ciudadanos. De igual forma, habrá que ver también cuando las lealtades son ideológicas, cuándo personales y cuándo presupuestarias.

En suma, el populismo no es un régimen despótico pero tampoco es auténticamente democrático; es mas: donde hay prácticas paternalistas aun no existe poder político propiamente dicho.
La segunda faz del socialismo corresponde a su edad adolescente, pues “adolece” de la adecuación de los medios a la nobleza de los fines que aspira. Ante el desprecio radical a la injusticia, la reacción es una actitud violenta. En ese momento se aborta la posibilidad de pensarlo como alternativa a nuestros tiempos.

Empero, en su faz adolescente, el socialismo necesita ser reivindicado no por sus medios (deplorables para nuestros tiempos) sino por resistencia a la opresión, por su rechazo radical al orden injusto, por sus tareas de concientización y el coraje puesto en la lucha por la construcción de un mundo mejor. Es así como rescatamos para nuestros tiempos la figura de Ernesto Guevara o Camilo Torres.

La tercera etapa, la adultez, es la que abre las puertas a la construcción de un “Socialismo del siglo XXI”. Su característica principal es la afirmación de los mecanismos democráticos: que implica la madurez de la propuesta como resultado de la subsunción de diversas tradiciones. Es el socialismo de la democracia y los derechos humanos, que se nutre de las conquistas históricas del liberalismo que promovió la limitación el poder del príncipe y la conciencia de los derechos civiles y políticos. Empero, el socialismo lo ha superado en la medida que ha puesto énfasis en la necesidad de una materialización plena y ampliada a todas las esferas de la sociedad. En efecto, aquellas conquistas aparecen ya no como un maquillaje de la explotación o privilegios de unos pocos sino como una exigencia de la dignidad humana.

Algo semejante sucede con el respeto del Estado de Derecho, que comporta una apuesta por el marco legal de la lucha y ejercicio del poder político.

En un momento dado, el socialismo ha subsumido también las enseñanzas de Gandhi que hizo una “revolución de la revolución” al desconectarla de todas connotaciones violentas, erróneamente atribuidas a aquella palabra. Es que la revolución del socialismo en su edad adulta es la revolución de la no violencia como instrumento de cambio radical. Por lo tanto, su desafío consiste en saber cómo llegar a la ciudad del Che con la hoja de ruta del Mahatma.

El nuevo socialismo no trata de destruir el Estado sino construir uno nuevo. Un Estado de ciudadanos y no de rebaños o clientes. De participación y no de delegación. La lucha ya no es por una sociedad sino por una comunidad.

El énfasis en la cooperación rompe con la lógica del utilitarismo cultivada bajo cierta antropología pesimista que conduce inevitablemente a la desolación.

Además el socialismo, llegado a su madurez, recepta las luchas históricas de la clase obrera, del feminismo, de los grupos ecológicos, de estudiantes, de la juventud del ‘68. Pero su sujeto ya no es una clase sino de sujetos con distintas identidades pero comprometidas en un proyecto colectivo, consciente que la libertad positiva tiene como condición la participación, es decir, la aparición en el espacio público.

A la luz de nuestros tiempos quedó anacrónico aquello de “la clase en sí y la clase para sí”. Y eso a pesar de la existencia de una sociedad de clase y de permanente lucha de clase, cuya persistencia estará garantizada en la medida que existan los actuales niveles de asimetrías. Es que un proyecto político-social sólo es válido en tanto que diseñe y edifique un hogar que pueda dar cobijo a todos.

Igualmente anacrónica resulta el aferramiento al concepto clásico de partido político, más próximo a los paradigmas del siglo XIX que los precisa la entrante centuria. Máxime, cuando los mismos se hayan en una crisis de representatividad (aspecto sociológico) pese a tener el monopolio de la representación en el Estado (aspecto jurídico). Quizás, la crisis no es de tal o cual partido sino de la institución en sí.

En este sentido, nuestros tiempos exigen pensar nuevas formas de institucionalización, que sean innovadoras y complementarias a los partidos que, lejos de eliminarlo, lo que agravaría la apolitización y con ello la deshumanización del hombre, hay que diversificar canales de participación. De tal forma que la complementación perfeccione al partido adaptándolo a los nuevos tiempos.

También, el socialismo del siglo XIX debe ser el socialismo de la Paz Social, entendida como con-cordia (corazón unido), construida sobre los cimentos del “consenso fundamental” es decir la voluntad de vivir y seguir viviendo juntos: elemento indispensable de toda comunidad política. Lo que no implica inmovilismo porque el socialismo es en esencia conflicto, movimiento y pluralismo. Por lo tanto no teme las contradicciones sino que se enriquece de la diversidad.
Ahora bien, si el socialismo necesita para su aplicación una adecuación temporal y espacial, ello no implica la admisión de artilugios que aborten su esencia, lo que lo hace ser lo que es y no otra cosa.

Esta esencia del socialismo es el amor por la igualdad, la libertad y la solidaridad, lo que implica un rechazo frontal, sin disimulo, ni calculo pragmático al capitalismo y al imperialismo. Además, esta oposición solo será genuina si se da tanto en la dimensión agonal como arquitectónica de la política. De lo contrario, es complicidad o etiqueta vacía.

La solidaridad y la igualdad son valores de los más altos del obrar político que nadie mínimamente razonable podría cuestionar. Ahora bien, ¿Cuáles son las vías para alcanzar los mayores niveles de equidad? La historia enseña que hay “caminos bloqueados” que no nos sacan del laberinto: uno de ellos es haber pretendido alcanzar la igualdad poniendo todos los medios de producción bajo propiedad del estado, lo cual no significó el advenimiento del socialismo sino más bien la instauración de una especie de “capitalismo de estado”.

Como el feminismo, el indigenismo es otra de las tradiciones que ha nutrido al socialismo. Lo cual reviste una importancia especial ya que es uno de los legados más importantes que hizo Latinoamérica. Sin embargo debe ser interpretado correctamente: es compatible con el socialismo en la medida en que implique el repudio a la marginación y exclusión de los grupos originarios. Pero no cuando plantea revanchismos o la destrucción de una desigualdad para instauran una nueva.

Para terminar; como se expresó mas arriba, creo en que los retos del socialismo del nuevo milenio son aquellos relacionados con la construcción de un nuevo sujeto político auténtico, no direccionado ni enajenado, sino autónomo. La apertura hacia nuevas formas de organización y participación, es una de las materias pendientes. Sólo a partir de estos planteos podremos hallar el camino que nos abstraiga de este laberinto Bobbiano en el que nos introdujo la civilización.


Por: Cristian Jara

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